“No le llames todavía. Si lo haces parecerás demasiado ansioso y va a pensar que estás coladito por él”. “No quedes dos veces con el mismo, no se vaya a creer que estás enamorado”.
Echar mano de ciertas dosis de frialdad cada vez que estamos lo suficientemente enajenados mentalmente como para relacionarnos con alguien en plan rollo /follamigo /noviete /consolador industrial está muy de moda. Está tan de moda que en cuanto un individuo nos muestra un poquito de afecto o atención (nos trata bien, nos manda un mensaje, es atento) en lugar de regalarnos toda la indiferencia del mundo, nos agobiamos. O sea, que cuando alguien muestra un mínimo de interés por otra persona, esa persona lo malinterpreta y termina pensando que, poco más o menos, esa muestra de interés significa que el tipo en cuestión está a punto de aparecer acompañado de una tuna, arrodillarse, enseñarle un anillo de diamantes y pedirle matrimonio. Veamos un ejemplo.
A todos nos ha pasado. Hemos conocido a alguien, hemos congeniado, hemos tenido carricoche y a los pocos días hemos pensado que sería una buena idea llamar haciendo uso de esa cosa que se denomina teléfono móvil (y que, al parecer, se dice, se comenta, que sirve para algo más que para poner la alarma con el fin de despertarte por las mañanas para ir a sellar el paro). Almas cándidas que somos (qué tonticos, leñe) hemos llamado a esa persona y le hemos propuesto quedar para tomar un sencillo y nada comprometido té con pastas. Y esa persona no sólo se ha sentido sorprendida, violenta y desconcertada ante la proposición, sino que entre nervios y tartamudeos te ha contestado con la voz quebrada por un grito ahogado que la estás agobiando y que la dejes en paz. Es muy probable que a continuación, aunque tú no pudieras verlo, haya tirado el teléfono al suelo totalmente aterrorizada y se haya dejado caer hecha un ovillo, al tiempo que llamaba a su madre entre sollozos. Ni la primera escena de Scream, oye.
Bien. Ante esta situación es muy probable que te sientas como un auténtico psicópata o como un desesperado-degenerado-desquiciado de tres al cuarto. Poco más o menos te han hecho sentir como si hubieras estado espiando a tu ligue mientras te tocabas con los ojos vueltos, ataviado únicamente con una gabardina, en medio de un parque infantil. Pero tengo noticias para ti: a menos que estés como una chota y realmente obsesionado y te hayas dedicado a llamar a ese tipo 23455'65 veces para pedirle una cita, no eres un psicópata; eres una persona normal que llama a otra persona aparentemente (pero sólo aparentemente) normal para tener una cita. Es decir, que el problema no lo tienes tú, que sólo querías tomarte un té con pastas y si acaso echar otro casquete pa' darle gustirrinín al cuerpo, sino ese individuo con un miedo patológico al compromiso que se piensa que por quedar dos veces con la misma persona está embarcándose sin remedio en la senda que conduce a casarse y tener 234 hijos y un perro labrador en una cabaña junto a un lago.
Y es que sus mentes están distorsionadas. Ellos solos se lo guisan y ellos solos se lo comen. Se montan la película. Y encima te hacen creer que el problema está en ti (es que tía, mira que eres rara, como se te ocurre llamar a alguien para tomar café). Esto se extiende a otras acciones cotidianas y normales que son tomadas como auténticas amenazas contra la integridad del codiciado soltero, estableciéndose así la siguiente tabla de equivalencias:
-Te llamo = Quiero casarme contigo.
-Te digo que me caes bien = Estoy profundamente enamorado de ti como nunca lo he estado de nadie.
-Te presto un boli = Me encanta pasarme las noches en vela mirando cómo duermes.
-Te doy un beso sin que estemos follando = Quiero despertar cada mañana a tu lado y que me digas “buenos días, princesa” mientras suena Luis Fonsi en la radio.
-Te rozo la mano sin querer andando = Quiero que tengamos hijos como para hacer un equipo de fútbol.
-Te digo que me mola estar contigo = Quiero envejecer a tu lado y que veamos la tele local en el porche el resto de las tardes de nuestra vida mientras tejemos jerseys de punto para nuestros nietos.
-Te invito a cenar en un MacDonald's = No puedo vivir sin ti y voy a dedicarte la canción de El Guardaespaldas en un karaoke (and IIIIIII iaaaa will always loviuuuuuuuu uuuuu). Incluso pretendo embadurnarme la cara con betún para parecerme más a Whitney Houston y que tú seas Kevin Coñe.
Incluso el mero hecho de dar el teléfono al tipo que te acabas de zumbar parece estar comprometiéndote demasiado. Siempre surge la frase de marras, esa que parecen haber aprendido todos los tíos en parvulitos un día que yo falté a clase: “es que no quiero que te enamores de mí”. Como si tú fueras lo suficientemente estúpido a estas alturas de tu vida (con tantos tiros pegaos) como para enamorarte de ellos sólo por echar un par de polvos o como si ellos fueran estupendérrimos e irresistibles e inevitablemente, por ciencia infusa, suscitaran ese sentimiento en nueve de cada diez maricones (mari, no me mires mucho ni te arrimes demasiado a mí, no vaya a ser que te vuelva loco y ya no puedas vivir sin mí) y como si tú no supieras cuidar de ti mismo.
Lo que quiero decir es que en ocasiones confundimos el tocino con la velocidad y creemos que el mero hecho de mostrar o que muestren cierta consideración hacia nosotros (como seres humanos, vamos, compañeros de especie y esas cosas, personas, sin nada romántico de por medio), nos está comprometiendo a algo más o nos está implicando en esa palabra de cuatro letras que todos ansiamos pero cuya mera pronunciación nos horroriza (la palabra es "amor", no "culo", como algunos han pensado).
A veces no es necesario buscarle los tres pies al gato. Una llamada es una llamada. Un polvo un polvo. Una cita una cita. Y enamorarse es enamorarse. Son cosas distintas. Y en la mayoría de los casos dos personas que se lo pasan bien estando juntas no son más que dos personas que se lo pasan bien estando juntas. Nada más. Y nada menos.
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